miércoles, 23 de febrero de 2011

Sant Viçent-Bodegas de Gea


Pues siguiendo con la apuesta de divulgar la internacionlidad del año de los bosques, para esta entrada he encontrado un cuento encantador. Es cortito de leer y muy ameno. Así que después de leer el libro os adjunto la película que está en tres cortos de unos 10 minutos cada uno, no tiene desperdicio, disfrutadla y a ver si seguimos el ejemplo y entre todos tenemos el valor de un solo hombre.


Corto El Hombre Que Plantaba Árboles:

Comenzaba una nueva ruta desde el parque de Sant Viçent de Llíria. Es un sitio que me gusta. Empezar desde allí las rutas me quita unos cuantos Km. desde casa y luego la vuelta, con lo que ya tendría casi una ruta competa. Además me deja relativamente cerca de las montañas, y, en todo caso, en una zona estupenda para empezar a rodar.
La ruta de hoy me adentrará por los senderos de La Concordia visitando dos vértices geodésicos y las bodegas cercanas a Casinos, así como masías y casas de labranza: esta red de senderos cubre una amplia zona de gran interés paisajístico y cultural a medio camino entre las montañas de Alcublas y Casinos y no lejos de la planicie fluvial del Turia, una zona de cultivos y barrancos que merece la pena visitar. El canal del Turia será un compañero más en muchos momentos de la ruta, pero vamos por orden.
Me levanto a golpe de despertador, no demasiado temprano; las ocho son una buena hora para poder desayunar y llegar en coche hasta Sant Viçent. Allí los estiramientos de rigor y las primeras pedaladas para calentar musculatura. Justo enfrente de la ermita paso el tune por debajo de la carretera y transito por la vía de servicio hacia Llíria. Me interno a la derecha por la urbanización del Caramello y voy subiendo en suave ascenso hasta su máxima altitud coronada con el V.G. que descubrí hace un par de años. La subida es corta y sin grandes rampas, solo las piedras sueltas dificultan los últimos metros de esta ascensión, casi un repecho. Las vistas desde aquí son magnificas, sobre todo de La Calderona que parece acercarse hasta la punta de los dedos.
El viento de poniente permite una visibilidad magnífica, pero va a ser un suplicio ir contra el viento, como casi siempre, pienso mientras observo las panorámicas, se parará o rolará a medio día cuando me toque volver. Conseguida la cima me pongo en marcha por un camino que me llevará hacia las tierras de interior, más cercanas a las montañas y regadas por el sistema de canalizaciones que parten del canal. Voy alternando camino de tierra con alguno asfaltado, dejo atrás la urbanización San Gerardo y voy hacia el campo de tiro. Después cruzaré la rambla Primera o Escarihuela e iré por el camino del canal de Caiçons que nace o muere allí mismo, a los pies del barranco y que se encarga de encauzar las avenidas de agua provenientes de las lluvias que bajan de las montañas o los excesos de agua en el canal principal del Turia. Pedaleo con este canal a mi izquierda, más adelante una carreterita asfaltada me acompañará por el otro lado de este río seco, pero dejaré el asfalto para la vuelta, ahora toca sacar el lado salvaje. Los cultivos se suceden en toda esta huerta inmensa que es el Camp de Turia.

Aunque lo que más llama la atención son los rosados campos de almendros en flor que salpican el paisaje aquí y allá. El colorido es tan brutal que no deja de sorprenderme pedalada a pedalada.
Las heladas de estas semanas atrás dejan tras de sí un campo herido: las alcachofas han pagado una factura terrible y muchas de ellas están quemadas por el frío mientras otras intentan abrirse paso poniendo una pincelada de color entre tanto desastre. Otros campos muestran orgullosos los tallos de las jóvenes y tiernas cebollas. Y de fondo siempre La Calderona. Llego a la zona del Palmeral, que supongo le viene el nombre del vivero de palmeras y otras plantas que hay en la zona. El canal pierde el camino que venía acompañándole y tengo que adentrarme en la carreterita para cruzarlo e ir, por la vereda de Bétera, hacia el Huerto Edeta y después al Mas del Espinar. Una masía con historia, pues se cree que fue aquí donde en 1536 y siendo por aquel entonces un monasterio Jerónimo, pereció Germana de Foix, la que fuera la segunda mujer de Fernando el Católico además de virreina de Valencia. También se dice que hay en esta masía una réplica de la lápida, de ahí la historia de este lugar del que muy poco se puede ver desde fuera.
Continúo camino entre terreno agrícola y con los jornaleros recogiendo naranjas aquí o plantando verduras allá, las labores nunca paran. Una gran actividad se sucede conforme me acerco a Casa Carlos. La enorme masía bulle de actividad a su alrededor, hasta los aspersores están a pleno rendimiento. La altura de estos y el viento me darán una refrescante ducha que ni siquiera he pedido. Un pequeño barrizal en el camino me hará coger algo más de peso. 
Llego hasta el camino del canal y lo remonto para llegar a las balsas de riego desde las que parten algunas de las rutas del grupo. Una la encuentro antes de cruzar la carretera de Alcublas, las otras dos después. Subo los escalones que llevan hasta la más alta para tener perspectiva de estos pequeños mares interiores de agua dulce.  Comienza, a partir de aquí, la parte más agreste de la ruta, la que me internará en la montaña. Antes llegaré hasta la pedanía Bodegas del Campo. Un pequeño conjunto de casas alineadas a lo largo de la carretera. Casas antiguas, muchas de ellas de piedra, como toda la vida, otras de colores estridentes que rompen la armonía arquitectónica del conjunto, de las casas de piedra que predominaban por estas tierras del interior pero que la vida moderna, la pasividad y el “me`sinfot” de los responsables municipales consienten en permitir. Continúo unos metros por la carretera y giro a la izquierda para entrar en camino de monte. Comienza la visita de las bodegas.
No se trata de bodegas de vino. Son antiguas casas de piedra, pequeños núcleos agrícolas de población que en estado más o menos ruinoso han llegado hasta nuestros días. Patrimonio cultural que no nos convendría olvidar. En estas pedanías se alternan, pared con pared, montones de piedras en ruina con paredes lucidas y/o pintadas que parecen habitadas aunque sea para pasar el fin de semana, o parar guardar los aperos de labranza para los cultivos de la zona. Pero sigo pedaleando, suave y lentamente, regodeándome en el paisaje, en el camino que se adentra entre las rosadas flores de los almendros y que se funden en la distancia con los verdes de las oliveras, de los pinos, de algunos algarrobos que también hay por aquí. Las de Virolas son las primeras a las que llego. Apenas un par de casas, el resto son chalets que han ocupado las antiguas moradas. Me interno por allí para llegar a un punto muerto del camino, en el suelo tapado por los arbustos se adivinan trazas de paso de vehículos, así que intento enlazar por aquí con el camino que veo a escasos cuarenta metros.
Error. Al final, y por no volver atrás, me acabo metiendo en un campo de cultivo, por fortuna solo son unos metros y llego al camino. Vuelvo a pedalear por el camino que comparte espacio con una rambla, algo más adelante se encajona de tal manera que en época de lluvias será totalmente intransitable, aparte del peligro de una crecida repentina. Remonto la rambla para llegar a las bodegas de Santa. Más ruinas y más chalets, del encanto que se le supone a este sitio nada de nada. Tan solo que está en un valle rodeado de pinar, el encanto, en todo caso se lo atribuyo al entorno sereno y tranquilo que aportan los almendros y los pinos, las flores y los aromas de… ¡¡miel!! Las aliagas ya venían impregnando el ambiente de su olor dulzón, pero este olor no es de vainilla, es un olor que identifico con el desayuno allá en el hotel cuando vacío dos tarrinas de miel en el tazón de la leche. Poco más adelante me reafirmo en esta impresión cuando soy literalmente bombardeado por un ejército de abejas empujadas por el viento. Por suerte no me ha picado ninguna, más que volar hacia mí era como si el viento me las lanzara encima.
Gira el camino por efecto del terreno y me dirijo hacia el monte. Una pequeña rampa me hará recordar que estoy pedaleando una ruta de montaña. Casi tengo que pensar para accionar los cambios. Paro arriba para saborear el paisaje. Las montañas de Alcublas se muestran cercanas y prometen caminos con más rampa que estos de hoy.
Sigo para llegar a un claro en el bosque donde hay un aljibe y un abrevadero en medio de la pinada.
Cruzo la unión de dos barrancos que se unen para formar aquel por el que transité antes. Continúo por una ligera bajada que es más fuerte de lo que ha sido la subida. La sierra de Los Bosques llena el horizonte, la caseta forestal del pico Hierbas se eleva para alcanzar a la cercana Carrasquilla. Montañas por todos lados.
El camino gira a la derecha y en la curva tengo la primera vista de las bodegas de Gea. Al abrigo del Alto de la Ferradura se acurrucan de los fríos vientos del norte.
Las piedras y tejas descoloridas por el sol, quemadas por el frio, secas como la tierra sobre la que se levantan… o se levantaron. Hoy languidecen amontonadas sobre los tejados hundidos que se quebraron por el tiempo, por la falta de mantenimiento, por la falta de calor y cariño, de vida que cobijar, de historias que oír y que hoy, si pudieran hablar, nos contarían.
Conserva sin embargo este enclave un encanto, una dignidad, una paz y un sosiego, una reminiscencia de cementerio centroeuropeo al que la gente va a pasear. Hoy solo paseo yo, pero espero que estas líneas sirvan para que alguien más se acerque a conocer nuestro pasado.  Salgo del pueblo por la única calle, en giro a la izquierda, tomando perspectiva para admirar el conjunto y buscando un buen lugar para almorzar. Una pinada cercana me proporciona sombra, pero las vistas abiertas hacia el mar, que se adivina en el distante horizonte, me hacen continuar buscando una mejor ubicación.
No la encontraré en los metros siguientes y el hambre aprieta. Más allá de Sant Miquèl se ve una enorme columna de humo, no creo que se trate de una quema controlada de rastrojos, el humo es más denso, y el tamaño de la columna tampoco lo indica así. Mientras escribo esta crónica he leído que el humo se debía a un incendio en el parque fluvial del Turia allá en Manises.
Finalmente llego a las bodegas de Tufaltaves, poco queda del antiguo emplazamiento. Casi todas las casas están reformadas y no guardan la estética original de las antiguas casas. Por eso el poblado anterior destilaba su propio encanto en comparación. Saco el bocadillo con ansia, no en vano es la una de la tarde cuando doy el primer bocado. Estoy en el punto más lejano después de cuatro horas de ruta. Haciendo cálculos me asusta la hora a la que voy a llegar hoy a casa. Así que acelero el proceso y el almuerzo es devorado más que degustado.
Por suerte también estoy en el punto más alto y todo es para abajo. Rápidamente me pongo a dar pedales en la suave bajada que no permite un descenso en toda regla pero que anima a pedalear ante la aceleración que se siente a poco que me esfuerce. Vuelvo a comprobar, tirando del pedal hacia arriba, que las calas agarran las suelas de goma y con ellas el todo que somos la bici y yo mismo. Voy repasando que me quedan pocas paradas para fotos, pero nada más hacer cuentas un antiguo aljibe asoma a mano derecha del camino. Eso por hablar, parada al canto.
Sigo a buen ritmo y los kilómetros se descuentan a marchas forzadas. La Escalinata del canal principal del Turia se hace visible encaramada a la montaña desde la que se desliza como si decantara sus aguas entre los escalones de cemento.
Enseguida llego a la zona recreativa de Torre Seca, un paraje cercano a la montaña en el término municipal de Casinos.
Giro a la izquierda y me dirijo, junto al canal, hacia la Masía de la Casa de Campo, el inmenso caserón se alza olvidado en medio del campo. El tiempo y el vandalismo han dejado su inequívoca huella impresa en el edificio.  
Duele ver las pintadas que denigran las paredes sobre las que intentan ser arte o parte de la vileza entre la que se esconden los vándalos que hacen estas pintadas.
De aquí me dirijo a las bodegas del Campo que me harán cerrar el círculo. Llego al asfalto y vuelvo a engranar el plato grande, el ligero viento que me empuja, en contra de lo que creía esta mañana, me anima a pedalear con alegría.  Algunos aljibes más se asoman al camino a verme pasar. Giro a la derecha para entrar en una red de caminos que me llevan hasta el edificio del balneario de Ferriol. Otra vetusta muestra de antiguo esplendor arquitectónico de la zona. Un enorme edifico que mira, desde sus ventanas frías e inexpresivas, como se le escapa el tiempo entre desconchones que cada vez se hacen más y más grandes, eso sin contar con el pillaje que está desmantelando todas estas construcciones. Desconozco si realmente esto era un balneario o qué, no he encontrado ninguna información al respecto, solo el nombre en el Visor SigPac.  
Tengo de frente el alto de la Monrabana, el vértice y el poblado Íbero en el que estuve hace unas semanas. Hoy volveré hacia LLiria por la parte norte de esta elevación, por el camino de la Yesa. Su firme asfaltado y el viento que me sigue empujando suavemente me permiten pedalear con alegría cuando no paro para hacer fotos. La torre de control de Les Carrases va haciéndose grande junto al nuevo hospital, todo ello al amparo del Collado de los Perros, mi siguiente y último objetivo del día. La velocidad con la que he vuelto me va a permitir poder subir hasta su V.G. y así completar la totalidad de la ruta tal y como la había planeado. La subida es corta y sin grandes dificultades pero la distancia acumulada en las piernas se deja notar. Cargo el piñón grande y el plato pequeño para facilitar el ascenso. Arriba me espera la caseta de vigilancia forestal, sin puerta como ya lo estaba hace un año largo. Hago las fotos de rigor y dejo constancia en el “treki” de mi paso por este lugar. Contemplo las dos cumbres de Llíria que subimos habitualmente. Observo La Calderona empapando mis retinas en sus azuladas laderas que visitaré el sábado con el resto del grupo, y me pongo en marcha para llegar hasta el coche y dar por finalizada la variada ruta de hoy.
El paso por el parque de Sant Viçent es siempre una deliciosa manera de empezar y terminar una ruta.
En definitiva buen sabor de boca y de piernas ya que no ha sido una ruta muy dura y sí muy entretenida. Llego al coche justo a las tres de la tarde, bastante más pronto de las previsiones que tenía. Miro la bici a la que el poco barro que cogí a la ida se le ha secado y está hecha unos zorros la pobre Zesty. La próxima aventura no tardará en llegar, os la contaré desde aquí para animaros a realizarla.



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